Los rincones de lo cotidiano son habituales. Son los hábitos en sí mismos. Se componen de cientos de imágenes no estáticas, irrazonablemente irrecuperables. De hecho, la tarea más ardua es recordar estos rincones como si fueran algo en sí. Dispóngase cualquiera a recordar lo que hizo hace tan sólo dos horas. Verá lo triste que resulta rememorar siquiera el sol o el tono exacto de la luz sin recurrir a un cúmulo de imágenes que no son distinguibles de otras tantas imágenes del mismo lugar o de otros lugares que se le asemejan, pero que en un lugar (que no sabemos dónde está) se proyectan y reproyectan, emulando una película (o las películas son émulos tristes de ese lugar aún no hallado, lo cuál haría tan razonable la pertinencia de catalogar una película como buena o mala por su correspondencia con lugares habituales de la memoria, o rincones de lo cotidiano, que son los hábitos en sí mismos, y parecen componerse de imágenes en movimiento, casi imposibles de armar, y en donde la tarea más terrible se constituye en la evocación de esas imágenes).
¿Dónde ocurre? Parece que en un momento, pero ese momento fluye a contraluz, y levemente a contramano, similar a esa sensación de mareo que se deja sentir entre el momento en que se apagan las luces de la memoria y se encienden los ojos a la realidad, siendo eso quizá lo más parecido a la eternidad que nos está concedido. Pretender repetir ese instante en diversos momentos del día nos puede empujar, sin dudarlo, a generar ideas que no están presentes en la línea de cosas que nos decimos en nuestro diálogo interno. Quizá porque nuestras historias (esas en que citamos y visitamos la realidad como si se tratara de una fuente bibliográfica) no nos pertenecen ni se pueden encerrar en relojes. Más bien se trata de jaulas en que la verdadera trama de lo que nos concierne está aconteciendo, y clamando por salir a la luz.
10 de noviembre de 2009
2 de noviembre de 2009
La costumbre
Puede ser la misma afección que hace un par de años, y sin embargo es distinta totalmente. Las esperanzas de acabar tarde o menos tarde con todos los sentidos que puede ofrecer la vida es algo demasiado tentador para las ambiciones de un mortal cualquiera como para no tomar la invitación y lanzarse a deshacer los discursos, quemar catedrales, defender guerras y tragedias e incluso pernoctar en otras viciosas maneras de perder el tiempo.
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