2 de noviembre de 2009

La costumbre

Puede ser la misma afección que hace un par de años, y sin embargo es distinta totalmente. Las esperanzas de acabar tarde o menos tarde con todos los sentidos que puede ofrecer la vida es algo demasiado tentador para las ambiciones de un mortal cualquiera como para no tomar la invitación y lanzarse a deshacer los discursos, quemar catedrales, defender guerras y tragedias e incluso pernoctar en otras viciosas maneras de perder el tiempo.



Porque la costumbre es esa: perder el tiempo. Hacerlo caer de mano en mano como agua para luego dejarlo secar en tierra. Masticar los relojes y no intuir que cada segundo traía regalos en bandeja. No es ni meditar ni mediar los propios pensamientos (de hecho, a veces hasta pareciera que pensar y pensar puede atraer la sabiduría, pero a poco andar se cansa el espíritu y prefiere consumirse a sí mismo). El signo de la vergüenza ausente es una especie de asco por lo vital de cualquier convención meridiana ante líneas imaginarias que veremos jamás.

Así es que la costumbre sigue. Fuera del tiempo, dentro de un cubo que he forjado paulatina y porfiadamente, como una sangre que canta a coro los temblores de su propia temperatura. Sin siquiera sospechar lo terrible de decidirse a nada, la única esperanza que resta es precisamente hacer nada. Dejar que los sucesos recojan el guante de este imperecedero trance. Mientras caigo al agujero en que el reloj se automutila, presiento el error y lo saludo.

Desde la abadía

Ricardo I.

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