Yo soñé en arenas y en tormentas, y viví los recodos de un camino al borde de las Pirámides, sucumbiendo al engaño para no caer en una matanza siniestra. Oculto en una carpa de beduinos, calmé el llanto de un niño en noches de sangre mientras cerraba la mirada en las estrellas. Descorrí el velo de un monasterio en Padua y leí rollos escondidos, dibujando bromas en los bordes de una copia. Me salté varios días de un calendario, y en el tiempo incontable caminé riendo. Dejé que mi razón navegara en el Sena, y desterré sin culpas a un amigo en Bristol, castigando su insensatez. Desde los muelles oscuros del Río de la Plata mordí sin piedad la habilidad de una navaja. Me vi en medio de una batalla en la selva, me vi cubierto de lluvia en el trópico y sin contagiarme de fiebre, y sobreviví en un paisaje tedioso de sal y cobre. Partí (como todos lo hacen siempre) a perderme en Singapur, a Shanghai, a la Melanesia. Con una perla negra oculta en el paladar hice una fortuna no despreciable en Inglaterra.
Tuve en Marruecos una amante furtiva y de largo cabello, dos policías me persiguieron en Bavaria sin saberse nunca engañados por mis falsos pasos, y vendí poemas en una plaza de Uruguay a una muchacha judía. En un jardín de poco sol dibujé el rostro sonriente de una niña del sur de Chile.
Maldije mi suerte. Recobré mi rostro. Recorrí mi memoria.
Cuando llegó la noche, me supe en un desierto con una llama de fuego aletargando mi frente. Era el delirio y la transgresión. Era el aliento de este presente entremezclado y postmoderno. Era este hurgar de soles en la piel reseca que resta mis fuerzas. Era la certeza de encontrar alguna tarde el lugar en que saltaré al vacío.
No pido más que una cosa, mientras tanto: ilumina mi camino.