Imaginemos un medio con un pH favorable por el cual se corre una maratón, y en donde cada participante comparte con sus colegas un mismo objetivo: llegar a la meta, cumplir su lugar en la vida, fecundar. Esto es poco más o menos lo que nos narran en las clases de biología acerca del origen de la vida de cada quien. Hace poco, usando esta imagen, un comercial promocionaba: “desde tu nacimiento, la vida es una competencia”.
Considero que esa es una explicación posible y plausible, pero carece de imaginatividad. Volvamos a pensar en esta masa de espermatozoides que, a una velocidad increíble se desplazan moviendo sus colitas para alcanzar el óvulo. ¿A ellos les importará que llegue a destino “el más mejor”? ¿O estarán esperando a que llegue “el más veloz”? ¿O el más ágil? ¿O el más fuerte?
Aquí yo me pregunto qué pasaría si dejáramos al espermatozoide que llega a destino, o sea, al “mejor preparado”, corriendo su carrera solo. ¿Llegaría también, así no más, sin compañía? Yo tengo la sospecha que no. A mí me da la impresión de que se requiere el desplazamiento en grupo para que entre ellos (los espermios) se den impulso mutuamente, como las ocas cuando aletean en escuadra para darse estabilidad entre sí, y también se me ocurre que es necesario que algunos de ellos vayan “al sacrificio”, envolviendo y protegiendo a los que van al medio de la masa, colaborando entre sí.
Entonces, el panorama de la competencia inicial cambiaría. Seríamos, cada uno de nosotros, el fruto de una intensa colaboración entre células que buscan completar una tarea común. No sería una maratón, sería un recorrido basado en la asunción de que cada cual, siendo único, colabora en el cumplimiento de un logro común: la generación de la vida.
Suena romántico pensar que por naturaleza estamos dados a la colaboración, o tal vez suena muy ingenuo. A mí me parece que se trata un hecho evidente. Un ejemplo que se me ocurre es el de aquellos hitos mediáticos llamados “reality”.
Un “reality” es, por definición, una competencia. Quien asiste a un “reality” sabe de antemano que habrá un ganador, y que los demás, contrato más contrato menos, son los perdedores de la competencia. Ahora bien. Si en nuestra naturaleza fuéramos competitivos, en los “reality” no habría conflictos, ni peleas, ni complots, ni llantos, ni cahuines, ni discusiones. Todos se orientarían a competir, sin consideraciones acerca de quien les cae mejor o peor, o quien les traicionó o no, etcétera.
Pero la gracia de estos programas radica justamente en lo contrario: vemos una tendencia a generar relaciones afectivas que choca con el encuadre de competición. ¿Por qué? Porque los participantes están cotidianamente compartiendo. Ahí está la trampa, porque al tener que compartir lo de todos los días es casi inevitable que aparezca nuestra tendencia a la colaboración. Y esa confrontación, vista en pantalla y en todos los parásitos de la televisión (me refiero a los diarios sanguijuelas que buscan noticia en la televisión) genera millones de metálico dinero.
Pero obviamente, esos millones no son para todo el mundo. Claro que hay dinero para los ganadores, y ganan además quienes por la breve fama adquirida, luego son contratados como efímeros comentaristas, pero eso no viene al caso. Quienes verdaderamente ganan son las empresas auspiciadoras y los canales de televisión. En fin, ganan las corporaciones, las organizaciones que, gracias al modelo económico, son capaces de multiplicar sus capitales.
Que quede claro que no hago juicio de valor en ello. Con qué derecho podría yo criticar esa religión llamada “Economía Social de Mercado”. Lo que sí me llama la atención es que el nombre de esta denominación de fe sea tan contradictorio. ¿Como puede una economía ser “social” y al mismo tiempo “de mercado”? Por un lado, es un sistema en donde todos colaboran para que todos salgan beneficiados. Por eso se le llama “social”. Sin embargo, y aquí está la paradoja, es “de mercado”, o sea, se aplica la lógica de la libre competencia. Es decir, damas y caballeros, amigas y amigos, vivimos en un gran reality, en donde nuestras buenas intenciones porque todos mejoren su estatus y calidad de vida se ven confrontadas con la ferocidad del afán de pervivencia del “más mejor”, o lo que es igual, la filosofía del más fuerte, el “mejor” de nuestros iguales en cuanto a competitividad, el que aprovecha mejor las oportunidades del mercado...
Me pregunto humilde y sinceramente, que pasaría si a ese librecompetidor, tan superior al resto de sus iguales, lo dejáramos tan solo como a un espermatozoide huacho ¿lograría aportar y generar vida? ¿Será fecundo? O siendo francamente romántico e ingenuo ¿aprenderá a amar a otro que no sea él mismo?
Ricardo I.
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