Mira: por la tarde estaba en el bus, mirando extrañamente unas tiendas a medio vaciar (es sábado de junio, sin lluvia, sin sol), y en la acera de enfrente dos personas, varones de cuarenta a cincuenta años cada cual, se golpeaban y boxeaban, se tironeaban sus ropas, se amenazaban y maldecían, se enrojecían, se volvían a golpear, y las personas de alrededor miraban extrañadas, avergonzadas ajenamente, divertidas algunas, asustadas las menos, y yo solo sentía crecientes deseos de bajar de mi asiento, de vomitar de asco, de gritar que les separaran, que alguien hiciera algo, pero nada pasaba y todo seguía ocurriendo.
Y no bajé y mi bus partió. Y la sensación de asco seguía muy fuerte. Y el nudo en mi estómago trató de amarrarse al paisaje, pero se soltó cuando las cuadras se sucedieron unas a otras.
Escucha: las cosas no tienen por qué ser así, y mientras tanto ahora te sientas agradado o sonriente, mantendremos las mismas condiciones inciertas, produciendo harapos y sin saber si pudimos intervenir mínimamente y para bien en la vida de otra(s) persona(s).
Entonces, cuando vuelva a amanecer, tal vez estaré aquí, cantando las andanzas de personas lejanas. Que se aman (quiera Dios) o que intentan hacerlo (duramente, piadosamente, gravemente, nuevamente).
Desde la abadía.
Ricardo I.
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