26 de octubre de 2005

Año de Dios

Hace días que no dejaba rastro, hace días que no dejaba esta huella en el camino, y los días se han sucedido rápidamente, como corresponde a los días más blancos o tibios de la primavera.

Porque de verdad que hay cambios. Y cambios muy grandes. La música ahora ocupa otro lugar en mi vida, y el teatro me dejó una quemadura profunda en los días que acaban de pasar. Y cómo no, el reencontrarme con amigos, el conversar con personas tremendamente trascendentes para mí, un viaje a Santiago para releer la historia, las vivencias cruzadas con nuevas melodías..., todo eso.

Las preocupaciones que fueron no dejarán de ser. Obvio. Hay personas que quiero que en sencillos encuentros, o en llamadas inexcrutables, me han hecho reflexionar. Además no falta la vertiginosa invitación diciendo "vamos..., levántate y sal de ahí...", y tantos otros pequeños detalles. Supongo que cada una de estas cosas no son más que parte de la totalidad de revelaciones divinas que estos meses me deparaban.

¿Por qué? Bueno. Cuento veintiséis inviernos. Y si le hago caso a la cábala hebrea, ese número es sinónimo de Jehová, porque Dios se manifiesta numéricamente en la plenitud de su Nombre-Innombrable (yod, he, vav, he: cada letra hebrea se corresponde con cifras que, en este caso, al ser sumadas, dan 26).

Entonces, en este bendito año de Dios, que todo siga su curso, como ha sido y como seguirá siendo. En el fondo, mientras caminemos, nos iremos dando cuenta de que todo sigue transformándose profundamente para seguir siendo lo mismo.

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