Cuando todas las cosas se armaron, las personas usaron las manos y los tiernos simples elementos: madera, agua, sorpresa, arena y sonrisas. Allí supieron que lo que hacían era una excusa provisoria, una suerte de tregua con el tiempo para la ilusión, y guardaron ese secreto pequeño en los entresijos.
El tiempo aglomeró su paso sobre las construcciones, y vinieron otros hombres y otras mujeres. Colmaron su vida de la ilusión de los antepasados y creyeron que la materia bastaba para la felicidad. Sin embargo, la Tierra quiso otra vez moverse a su albedrío. Y ahí de pronto asomó nuestra condición estelar en medio de este planeta perdido. Y sin más inmensidad que los escombros del pasado, las heridas abrieron la esperanza: ahí yace la madera, aquí el agua fue y volvió a su incontenible suceder, más allá la sorpresa nos enfrentó al abismo, y aunque nerviosos, nos atrevimos a sonreír entre las lágrimas.
Siguen allí los elementos. Armarlos de nuevo, saber que el tiempo volverá a destruir nuestros frutos es la única certeza que nos queda. La esperanza entonces nos alienta a encontrar las manos de otros en el trecho que nos resta. Y apretarlas para hacer vivir al corazón.
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