Cuándo será el día, señores, en que se nos avecine un asteroide.
Cuándo será, digo, el momento en que nos unifique la sensación de un miedo ajeno y no culpable, un miedo de algo que no hayamos creado ni buscado.
Cuándo será la hora de los héroes, de las circunstacias de su gloria, de su momento fallido, del sacrificio final.
Yo esperaba ver catástrofes cuando pequeño. Crecí con temblores y erupciones selladas de fantasía, mares embravecidos y solemnes, recónditas leyendas de un planeta resquebrajándose, vomitando su enojo, y coronando de calma y suavidad su demostración de poder.
Pero antes de que mi imaginación pudiera rendirle homenaje a esta Tierra, empecé a florecer de cometas dibujados en xilografía, de recuerdos de un pasado lleno de estrellas místicas, de grandes señales cósmicas, mujeres coronadas de sol, lunas eclipsadas en los pies de página de muchísimas hojas antiguas.
Entonces, llegó espontáneamente el anhelo de ver caer en esta tercera roca con agua, un trozo de polvo estelar que nos aleccione de pequeñeces y ademanes. Y ahora me parece que podemos ser tan, pero tan pequeños, que no alcanzamos ni para los azares de las elípticas, y albergamos demasiado albedrío como para escoger un recorrido coincidente de choques por el Cosmos. Será el ordenado flujo de partículas otra lección en sí misma, demostrándonos que en estos días de codicia no tendremos la bendición de un suceso histórico y colosal.
Ricardo I.
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